“El azúcar es una rica fuente de energía para alimentar a sus niños”. Esa era el slogan que a través de la televisión oímos en nuestra infancia. El azúcar, ese producto blanco y granulado que se utiliza para endulzar postres y bebidas, es altamente pura en sacarosa (99%). Durante el proceso de refinación, el azúcar pierde casi todos sus nutrientes, así como vitaminas y minerales. También estaba el azúcar moscabada, de color moreno, que aparecía en los abastos en los tiempos en que escaseaba el azúcar blanca. La moscabada, si bien de precio más económico, endulzaba un poco menos.
Más abajo, en la escala social de los alimentos –por decirlo de alguna manera–, se ubicaba la panela o papelón, conocida en otros países como raspadura, piloncillo o chancaca. De forma cuadrada y color marrón, el papelón se hace en forma artesanal con la miel que resulta del cocimiento del jugo de la caña de azúcar, conservando sus azúcares naturales, tales como sacarosa, glucosa y fructosa.
El papelón aporta al organismo vitaminas A y B, y minerales como el potasio, calcio, fósforo, cobre, hierro y magnesio. Desde tiempos centenarios la panela o papelón en Venezuela ha acompañado la cocina vernácula aderezando platos como el asado negro, las mandocas zulianas, el pelao guayanés y hasta en el guiso de las hallacas.
Anteriormente el papelón estaba destinado casi exclusivamente a las familias de escasos recursos, por su precio más económico, casi un tercio en comparación con el del azúcar. Pero el tiempo daría vuelco a esta situación de forma que, en medio de la crisis de abastecimiento de alimentos que actualmente se registra en Venezuela, el precio del papelón duplica y casi triplica al del azúcar.
Alrededor de esta situación tenemos además que la panela se ha revalorizado en el gusto del consumidor, no tanto por un afán snobista, sino por los nuevos hábitos alimenticios acerca del cuidado de la salud, que privilegian los productos integrales y poco procesados como la panela frente a los muy refinados como el azúcar blanca.
Andrés Díaz